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Juan Carlos Reyna (Tijuana, 1980) es músico y escritor. Aunque despanzurra en numerosos periódicos y revistas, es en esta bitácora donde revela sus entrañas más agrestes, su intimidad acojonada.


Tras el centro histórico de Copenhague, hallo un motel de dos estrellas en los suburbios partidos por la calle Niels Ebbesens. Suburbios que vibran contenidos y antojadizos a vodka y cocaína: no puede aludir a otra cosa la metáfora de este cielo pálido y escurridizo, bajo el cual un barrio de putas como Vesterbro, ha sido convertido en un exquisito SoHo escandinavo. No hay callejón abandonado al tiempo en la ciudad, hasta en el distrito más jodido, más allá de la vía Orsteds. Toda es un fluído de piedra y de concreto hacia el sueño de la civilización. Por eso esta ciudad no fue bombardeado durante la Segunda Guerra Mundial. No como el vecino Frederiksberg, sobre la que cazadores británicos, quizás Hawkers, quizás con las mandíbulas de tiburón escurridas alrededor de la hélice principal, hicieron llover una tormenta de torpedos. No como el Licee Francais, donde un centenar de niños fue confundido en el ataque a la Shellhaus en 1945. Niños que corrían al confundir también esos motores por un chocar de nubes, nubes desde las que oficiales de la Royal Air Force los pensaron oficiales, a su vez, de la Gestapo. Copenhague permanece intacta a través del tiempo. Los enormes ríos penetran lentos por toda la ciudad, y parten delicadamente a la ciudad en dos.
(Más de mi crónica de Copenhague, próximamente en La Tempestad)
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20/08/08

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