A 20 años de la muerte de BasquiatCuando tenía 27 Basquiat acabó con su vida, pero con su legado también. Asqueado de haberse convertido en la mascota mimada de la escena neoyorquina, Jean-Michel (Brooklyn, 1960 - Nueva York, 1988) deliberadamente se resignó a pretenderse fatalista a beneplácito del mercado. Aunque al comienzo su obra rebosó una perspicacia originalísima y brutal, hacia el final despanzurró mediocridad prostituible. A veinte años de su muerte sigue condenado al romanticismo trágico de su malograda biografía: el virtuosismo cojonudo de su obra no ha podido escapar de la sombra de su imponente personaje, y por eso es preciso matarlo otra vez.
Basquiat es al arte lo que Madonna a la música: al igual que quien fuera su ex novia, el prolífico ex grafitero fue producto ineludible de los ochenta. La década de la estratosférica bonanza bancaria cuadruplicó el número de coleccionistas neoyorquinos, y con ello el de los artistas. De inmediato fueron descubiertos one-hit wonders (el ahora cineasta Julian Schnabel, por ejemplo), así como estrategas que resultaron opulentos promotores de su propia celebridad (Jeff Koons, entre otros). Y por supuesto, en un lugar aparte, emergió el último de los enfant terribles de la empalagosa modernidad tardía: Basquiat el salvaje glamouroso, Basquiat el sofisticado marginal.
(Más de mi ensayo en El Angel, de Reforma) ***
03/08/08