
Ahora he vuelto a vivir con
Omar, Mariana y Luis Damián. Ellos son tan nobles, y a la vez brutalmente honestos. Me han hecho recordar, sin que ellos quieran, las razones por las que tengo que arrendar de inmediato ese departamento en la
Roma que ya había apartado. Vivir con
Benassini era la fiesta perpetua, el gran amigo sincero y salvaje con el que compartí los impactos de esta ciudad monstruosa. Y pienso ahora en los amigos que he hecho en la ciudad. Cuáles amigos. Colegas de borracheras, de insomnios problemáticos en donde un Enrigue o un De Mauleón desmintieron lo que yo creía que era es establishment cultural. Pero leo a
Ortuño, por ejemplo, y me sorprendo de la crudeza y gloria de sus novelas. No vive aquí, pero representa el centro, por supuesto. Y pienso en
Paco y Lucy, por ejemplo, en la humildad de sus esfuerzos por hacer una vida digna en esta capital literaria de mierda, de múltiples concesiones. Cuando me he desplazado
fuera, sea LA, Bs As, o NY, he encontrado gente valiosa, en el sentdo estricto del término, y he encontrado la mierda. Yo mismo he buscado la mierda para congraciarme con esa parte de mí que creía olvidada. No estoy seguro si hay que agradecer. En
Tijuana hablan pestes de mi. Tan sólo la semana pasada
Yépez me dijo que la gente aseguraba que decía estupideces sobre mi amistad con con él y con
Pedro. Vaya, qué le vamos a hacer. Extraño tantas cosas de las zonas liminares: dormir en casa de
Bere, ir con
Kevin y
Claudio al bar que tanto nos gustaba, visitar a Pablimbo o a
Pepe Mogt. Pero abandonar el orgen, la familia que duele en la entraña, implica no volver a mirar hacia el pasado. Ahora recuerdo el pasado, y lo veo remoto, casi en sueños. Es preciso narrarlo: el deparamento de Efrén, mi amistad con Nelsa, mi trabajo con Gaby, la campaña con Karla o con Verónica. Hay tantas cosas, y tantas historias a la vez. Jamás regresaré a la poesía. Como dijeron Yuri y Daniel, o eres hombre o payaso.