
Escribo más allá de mis ideas. Tengo el auricular de mi teléfono en el oído, y el tintineo suena sin que me decida a quien marcar. Observen la pieza a mi izquierda: el título que el Guggenheim de Nueva York ha dado a la
retrospectiva de
Cai Guo-Qiang es "I want to believe". Cai, uno de mis artistas favoritos, recurre a la pólvora com uno de sus muchos materiales de trabajo. Este detalle responde a una convicción metafísica, más que polemista: la destrucción es uno de los pasos definitivos a la trascendencia. Sus dibujos hechos con dinamita, así como sus explosiones performáticas, son en el fondo acto místico, ascetismo estrepitoso. Pienso en este momento en la necesidad de demoler todo aquello que nos ata a la inmovilidad, a la renuncia de saberse parte de un todo que permuta. Pienso, también, en el miedo que tenemos de todo ello: el estado, nuestros padres, las relaciones amorosas -aún cuando no son éstos quienes detentan el poder que nos oprime, sino su espejismo. A quien verdaderamente hay que destruir es, como decía
Marcuse, al policía que se aconchuda en nuestras cabezas. Veo en este momento el jardín que crece frente al departamento en donde vivo. Veo las maletas que he preparado para mudarme a un departamento aún mas céntrico. Pienso en la forma que doy a mis pasos cuando camino o tomo el teléfono sin saber del todo a quien voy a marcar. He llegado a la conclusión que mis dolores deben ser plantados en ese jardín para que den miel a los insectos. Urge destruir más allá del adejtivo "pernicioso".
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Jueves 1 de mayo, 2008