El vino y el verano
No escribo sobre vino porque me parece esnob. Ya tengo suficiente con escribir sobre mi infancia y mis tragedias existenciales. Pero tengo que confesarlo. Conforme han pasado los años he descubierto como enano un mundo de sensibilidades nuevas en cada botella. Un vino rico explota en el paladar como una fuente de sabores y recuerdos que fluye lenta por nuestras gargantas. Pero sospecho que mi gusto enmascara una especie de alcoholismo sofisticado: una raya transparente en el tigre de la culpabilidad. Eso, a final de cuentas, ha terminado por valerme madre. Alguien tiene que escribir sobre el más sabroso de los placeres hedonistas. Empezaré por el vino que más cariño me merece: el Duetto 1997, de Bodegas Santo Tomás. Hasta la fecha, me parece el mejor vino de crianza que ha producido México. Lo he probado tres veces a lo largo de los años y la primera ha sido siempre la mejor. Por ese entonces se me reveló una nariz potente y aristocrática, esencia de frutas negras y bosques húmedos. En la garganta es como ebanistería fina y tabaco rubio inglés, con un dejo de chocolate de la abuela y ciruelos recién cortados. Lo tomé un verano caluroso de hace varios años, cuando conocí a la primera mujer de la que verdaderamente me enamoré. Por entonces también probé la marihuana que, junto al vino, fue un estallido de orgasmos irrepetibles. Este vino me recuerda al amor adulto, una vez que dejas la adolescencia para convertirte en un ser humano que goza y sufre. Este vino fue el primer vino verdaderamente excelso de Baja California. Ese verano también lo fue para mí, que descubrí en ella el poder inmisericorde del amor peregrino y entregado. Perdona la cursilería, pero así se siente.
23/08/07
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