Vuelta a la adolescencia II
Hace mucho dejé de escribir poesía. Principalmente, porque escribir no me llevaba a ningún lado. Hay cosas que mis palabras, suponía, jamás podrán abarcar. Sin embargo, leyendo a Cioran, Reynaldo o Morábito, me hice a la idea de que en las palabras brutales y sinceras podía hallar un atisbo de sentido. Era posible la profundidad en aquello que escribía, y aún más importante, en aquellos que decía. La timidez que me impidía hablarle a aquella mujer que florecía entre las filas uniformadas de la secundaria (decirle que la deseaba, decirle que la necesitaba) radicaba en un miedo distinto. Era el miedo de que mis palabras no adquirieran esa inmensidad, esa tristeza enorme que me embriagaba todas la noches que pensaba en ella. Por ese entonces escuchaba una canción que me envolvía en la imagen, en esa perfecta fantasía, que ahora me parece cursi. No recuerdo esa canción ¿cuál era? Muchos años después vendría el estallido eufórico del sexo, la droga y el alcohol. Vendría eso que llamamos educación sentimental y que nos deforma o endereza con todas las montañas rusas de este mundo. Un sexo de flujos tibios y sudor. Un dichosísimo sexo, intensificado por el estallido de la cocaína o la melancolía de la ginebra. Y pensaba que habían sido esas palabras que leía años antes, ensimismado, pensando en la velocidad con que pasaba este mundo, éste que había marcado cada poro de mi cuerpo. Ahora, lejos de entonces, veo mi mano derecha: tiene una cicatriz. Está encallada y surcada por haberme encarado a cada resquicio de mi cuerpo. La entrepierna, el cuello, los oídos. Y sigo aquí, desdoblándome en formas reinventadas de mi ser y, sin embargo, empeñado en devolver la brutalidad y honestidad que a mis palabras, como las sentidas en las noches calurosas del verano del 94.
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07/06/07