Vuelta a la adolescencia I
La segunda vez que escuché Koyunbaba Suite fue en la guitarra de William Kannengiser. Estaba acostado en la sala de la casa de mis padres y yo era un púber melancólico y taciturno. Empezaba a escirbir poesía por ese entonces y acostumbraba a escuchar música en la madrugada, cerrando los ojos al verano y dejando entrar la brisa por los enormes ventanales que daban al Hipódromo. Tendría unos 15 años y el cedé lo había comprado en un concierto en vivo, la primera vez que escuché a William en el teatro del Cecut. La segunda vez, que fue unas horas después, resultó un apretujón en las entrañas. Qué digo: en el corazón. Era el tiempo de los vellos que iban saliéndoseme por los poros y de la testosterona que no encontraba cauce seguro en esta vida. Esta ciudad entonces me dolía. Y me dolía una chica de primer semestre de preparatoria y también mi pasó efímero por esa escuela en la que no hallaba mi lugar. Pero qué va, ninguna escuela tiene un lugar para nadie en sus cabales. Luego escuché Koyunbaba Suite, pero en la guitarra amujerada de John Williams. Los tiempos han cambiado y mi vida renace en cada decisión que tomo. Luego muta, el tiempo ensanchándose en el cielo. Crecer tiene que doler, porque eso es lo que muchos aprendimos en le parto. Aprendamos a saltar, me digo, en el segundo retorno, 11 años después, cuando vuelvo al staccato enérgico y definido de Kannengiser y la partitura profundamente triste de Carlo Domeniconi, que ahora me parece sentida y llena de un enorme caudal de vida.
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07/06/07