Hace muchos años, la primera vez que fui a San Francisco, conocí a una mujer que se decía ambientalista y globalifóbica. Me invito a su departamento, donde me haría de cenar, luego de que compraramos algo de mandado en el supermercado. Al pagar tuvimos una discusión y no, precisamente por saber quién pagaría la cuenta. Se molestó porque en lugar de envolver las cosas en una bolsa de cartón, lo hice en una bolsa de plástico (en aquel supermercado uno envolvía sus propias cosas, como si con ello se prescindiera de un tornillo de la maquinaria capitalista). Le dije que porqué fregados tenía que envolverlo en una bolsa de cartón. No seas bruto, arremetió ¿no sabes cuánto tarda una bolsa de plástico en consumirse? Qué más da. La bolsa ya está fabricada y, si no la usamos nosotros, alguién más la va a usar (y si de plano nadie la usa, pero tantito: de todos modos terminaría en un basurero). Mi respuesta la puso furiosa. Tenía una cara delicada, como de niña, a pesar de que tenía un cuerpo voluptuoso, perfecto. En ese momento arrugó los labios y se fue. Sin decir palabra. Desde entonces he conocido mucha gnete así, que cree que con evitar bolsas de plástico, latas, comer carne y toda esa bola de mamadas están salvando al mundo. Intentan, en vano, sentirse menos culpables de la desgracia en que se ha convertido este mundo.
14/07/06
***